Desde que las drogas hicieron irrupción social entre nosotros (en la
década de los 70 del siglo pasado) ha habido dos grandes percepciones
sociales para afrontarlas. Muy someramente las describiríamos así.
En primer lugar alarma social ante las nuevas drogas cuya presencia y
extensión coincide con la etapa de la transición política. Insistimos en
la coincidencia no en la causalidad. No cabe decir que “a causa” de la
transición aumenta el consumo de drogas. Es un fenómeno concomitante.
Una de sus notas características sería el aumento de los consumos de
determinadas drogas prácticamente inexistentes hasta ese momento
o, en todo caso, reducidas a ámbitos muy restringidos, básicamente del
mundo contracultural, estudiantil, artístico, etc. Tras su extensión se
produce una reacción social. En primer lugar de los afectados y de sus
familias. Después vendría la Administración.
Durante muchos años ha sido la política dominante cabe resumir en la
expresión de “No a las drogas”. El objetivo era conseguir que la gente
(los adolescentes y jóvenes, sobretodo) no consumieran drogas. Desde
los afectados por las drogas y sus familias (quienes en primer lugar se
movilizaron, lo repetimos) hasta las respuestas de los organismos oficiales
y de las entidades privadas, hubo un consenso generalizado de que había
que conseguir atajar lo que se denominó como la plaga de la droga.
Algo se consiguió y de hecho se llegó a decir que la pandemia de la
droga sería pasado en breve tiempo. Pero por varias razones (pérdida
de la percepción del riesgo, menores resultados de los esperados, poca
constancia en la prevención etc.), se dio paso a lo que se denomina como
la política de la “reducción del daño”. Será la segunda gran respuesta al
tema de las drogas.
Puesto que no conseguimos erradicar el consumo, se decía, vamos a
trabajar para que las consecuencias sean lo menos dañinas posibles para
los consumidores.
Algunos sostuvimos, desde el primer momento, que la política de la
“reducción del daño” era, al mismo tiempo, absolutamente necesaria y
radicalmente insuficiente si, al mismo tiempo, no venía acompañada por
una decidida y firme política de desincentivación del consumo de drogas.
Con la política de “la reducción del daño” se consiguieron algunos de
sus objetivos (descenso en el número de fallecidos por el consumo de
drogas, por ejemplo) pero el consumo no solamente no descendió sino
que volvió a subir y, en varios productos, se colocó en los valores máximos
de todos los tiempos. En parte porque se había bajado la guardia, quien
sabe si por impotencia o porque eran solamente las medidas para paliar
sus consecuencias las que estaban al orden del día o, muy probablemente,
por ambas a la vez. Además, las imágenes más alarmantes ligadas al
heroinómano por inyección parenteral habían pasado afortunadamente a
la historia. En parte también porque la reducción del daño fue entendida
por los jóvenes (y no solamente por los jóvenes en demasiados casos)
como una seguridad para el consumo pudiendo incluso llegar a constituir
una incitación al mismo consumo aunque, obviamente, no estaba en el de
las políticas asociadas a la reducción del daño.
Por todo ello sostuvimos (y sostenemos) la necesidad e insuficiencia de
esta política de “reducción del daño”. Al menos si el objetivo finalista no
es solamente que, una vez consumido el producto, el daño sea reducido
(“harm reduction”) sino abordar el hecho mismo del consumo, del porqué
del consumo y de sus derivados: quienes, porqué, en qué circunstancias,
con qué expectativas, con que resultados en sus vidas consumen, etc.
Después entramos en otra etapa, en la que, sin desechar lo más positivo
de las políticas anteriores, se reconoce que la realidad es más compleja,
que la droga forma parte de nuestro paisaje social y quien sabe si no es
el peaje a pagar por una sociedad cuyo valor supremo es el bienestar. Se
propugna que los consumos, cuando los haya (y no se puede no leer la
realidad) sean “cuanto más tarde mejor” y “cuanto menos se consuma
mejor”.
Un análisis fino mostraría, entre otras cosas, la importancia del cannabis,
especialmente en algunos jóvenes. Así en aquellos que parecen mantener
una relación simbólica de distanciamiento con el orden establecido,
siendo el cannabis signo e icono de otra forma de estar en la sociedad,
con connotaciones de rebeldía y crítica socio-política. Con lo que
recordaríamos, de alguna manera, al modelo iniciativo del consumo de
drogas en los años 60 y 70 en Berkeley, pero en más “ligth”. La historia
nunca se repite, no sea más que por el peso y poso que dejan los años en
la memoria. Además, el cannabis no es el LSD, menos aún la heroína. La
cocaína requiere tratamiento propio pero no podemos no decir que su
consumo nunca ha sido tan alto como en estos últimos años.
Pero, cerrada ya la primera década del siglo XXI, hay que subrayar que
la sociedad ha situado entre sus dos iconos referenciales de primer
orden la seguridad y la salud. En razón de la primera se han multiplicado
los controles de alcoholemia. En razón de la segunda se ha prohibido
fumar en recintos públicos (con algunas excepciones significativas y que
valdría la pena detenerse en ellas). Con lo que quizás volvamos a tiempos
anteriores a los de la transición y se produzca un “revival”, ciertamente
más que “posmoderno”, de los guateques de los sesenta, eso sí, también
en domicilios (o residencia secundarias) de las familias más acomodadas.
Pero, mas allá de los controles de alcoholemia, básicamente ligados a
la salud y a la seguridad vial, no queremos cerrar sin un apunte al tema
del alcoholismo que, a nuestro entender, es socialmente hablando, como
fenómeno social, muchísimo más grave que el tabaco, producto que,
quizás, clínicamente hablando, sea el más dañino.
Lo que plantea un problema de la mayor importancia, a saber, qué es lo
prioritario en una sociedad, luego a qué fenómeno hay que dedicarle más
esfuerzo, si a prolongar la vida de las personas erradicando el vicio del
tabaco, o a luchar contra las violencias y agresiones a personas como
consecuencia de los consumos abusivos de alcohol. En jóvenes y adultos.
Decir que ambas cosas a la vez es la respuesta políticamente correcta
pero, en la práctica, no solamente utópica sino quimérica, si se analiza con
ojos fríos la realidad. Y ahí estamos.
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